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30 noviembre 2020

Los servicios secretos de Alejandro Magno (II)

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Cuando Darío decidió enfrentarse con los griegos en el río Issos, pensó que aquello sería algo parecido a una apacible jornada de cacería. Tal vez por eso, entre el contingente persa que partió de Babilonia, figuraba la familia real. Una vez finalizada la batalla, todos los miembros de ella fueron capturados y entregados a Alejandro, que los retuvo en su corte, pero no en calidad de prisioneros, sino de invitados; algo extraño, porque lo habitual en tales casos era ajusticiar a toda la estirpe real para evitar levantamientos y traiciones. A tal extremo llegó la relación, que, incluso la propia madre del rey Darío, Sisigambis, fue adoptada por Alejandro como su propia madre. La relación llegó a tal punto que, tras el fallecimiento de Alejandro, Sisigambis se dejó morir de inanición por el dolor que le causó tal pérdida.

Entre tan distinguidos huéspedes, figuraba un personaje cuya relación de parentesco con la dinastía persa era lejana. Se trataba de Barsine, la hija de Artabazo II, sátrapa de Frigia Helespóntica, y esposa de un personaje del que ya hemos hablado más arriba, Memnón de Rodas, el general mercenario que dirigió las tropas persas en la batalla del Gránico. Sí, hemos dicho la esposa de Memnón; pero habría que añadir que, antes de contraer matrimonio con el mercenario, Barsine había estado casada con un hermano de este, Méntor de Rodas.

¿Y qué hacía una prima tercera o cuarta, de las muchas que tenía el rey, viviendo en la corte más poderosa del momento? Pues, al parecer, tan dulce encierro tendría como finalidad garantizar la fidelidad de Memnón en sus enfrentamientos con Alejandro. La pregunta que viene a continuación tendría toda la lógica: ¿cómo es posible que el rey Darío nombrase jefe del ejército que debía evitar la invasión griega, a una persona en la que no confiaba plenamente? Es más, ¿por qué le entregó la defensa de su imperio a toda una familia de traidores?

Todo queda en familia

Grecia era, sin duda, el principal enemigo de Persia. A pesar de los históricos enfrentamientos que ambas potencias habían protagonizado, bien directos, como las guerras médicas, bien indirectos, apoyando a unas polis frente a otras de cara a desestabilizar las posibles alianzas panhelénicas, lo cierto es que, a diferencia de pueblos tan antiguos como el fenicio o el egipcio, la Hélade jamás llegó a formar parte del extenso imperio aqueménida. Y, aunque nunca había representado un serio peligro para la integridad persa, la continua reivindicación de la helenidad de las polis situadas en Asia Menor hacía recelar a los sucesivos reyes persas.

Esta circunstancia hacía que las satrapías occidentales fuesen de una importancia capital en la defensa del imperio. Sin embargo, esta ventaja representaba, paradójicamente, un peligro para la estabilidad del impero. El hecho de ser tierra de frontera propiciaba que sus gobernadores mantuviesen estrechos contactos con las distintas monarquías griegas, por lo que disponían de los aliados perfectos para plantarle cara al poder central de Babilonia. Un ejemplo de esto lo tenemos en la Expedición de los Diez Mil, un ejército de mercenarios griegos que reclutó el sátrapa de Lidia, Ciro el Joven, hermano menor del rey Artajerjes II, con quien se enfrentó en la batalla de Cunaxa para arrebatarle el trono.

De todas ellas, la que ocupaba la posición más estratégica era la de Frigia Helespóntica; y aquí es donde arranca la extraña historia del águila amarilla de Alejandro.

Su situación, al sur del estrecho del Helesponto, la hacía el lugar más vulnerable de todo el imperio, pues, como después se demostró, ese era el mejor punto para pasar tropas del continente europeo al asiático.

Durante la Expedición de los Diez Mil, el rey Artajerjes II se dio cuenta del poder militar de los griegos, que, con mejor preparación y disciplina, habían derrotado fácilmente al ejército persa en la batalla de Cunaxa. Incluso, cuando, tras la muerte de Ciro el Joven en la batalla, los mercenarios griegos se batían en retirada hacia su tierra, no pudieron ser exterminados, pues las tropas persas que los perseguían no se atrevían a plantarles cara en un enfrentamiento directo.

En esa época, la satrapía de Frigia Helespóntica estaba gobernada por Farnabazo II. En ese periodo tuvo lugar la Guerra de Corinto, que enfrentó a Atenas con Esparta. La intervención en la sombra de Farnabazo II, le valió el reconocimiento del rey Artajerjes, que le concedió a su hija Apame como esposa, y le encomendó la misión de reconquistar Egipto para el Imperio.

De este matrimonio nació Artabazo II, nieto del rey, y legítimo heredero de la satrapía frigia.

Al marchar hacia Egipto, y ante la minoría de edad de Artabazo, se nombró sátrapa regente de Frigia Helespóntica a Ariobarzanes, un hermanastro o tío –no hay datos que determinen el parentesco- de este.

Cuando Artabazo cumplió la edad para recibir la satrapía, Ariobarzanes se negó a entregársela. Ante la insistencia del rey, decidió unirse a una revuelta conocida como la Revuelta de los Grandes Sátrapas, que había iniciado Datames, el gobernador de Capadocia. Esta revuelta fue sofocada, y Ariobarzanes, traicionado por su hijo Mitríades, fue torturado y crucificado.

Ya tenemos a Artabazo II, el padre de la joven que fue capturada por Alejandro en Issos, dirigiendo la satrapía de Frigia Helespóntica.

En 358 a.C., al morir Artajerjes II, un hijo de este, Oco, que reinó con el nombre de Artajerjes III, ascendió al trono tras deshacerse de todos sus hermanos con más preferencia dinástica; unos con la fuerza, y otros con argucias.

Cuando llegó al poder, decidió gobernar sin la tibieza de sus antepasados, que le perdonaron la vida a aquellos que los habían traicionado. En lugar de eso, Artajerjes III exterminó a todos los que pudiesen conspirar contra él. El siguiente paso era desactivar a las peligrosas satrapías occidentales. Conociendo la superioridad militar de los ejércitos griegos, y que, en muchas ocasiones, estos servían como mercenarios para los sátrapas occidentales, Artajerjes ordenó la disolución de tales fuerzas mercenarias, aún a sabiendas de que dejaba desguarnecida la primera línea de defensa del imperio.

Llegan los misterios

En ese contexto, el único sátrapa que se niega a  desmovilizar a sus tropas mercenarias es Artabazo II, que, con un ejército infinitamente inferior al imperial, decide hacerse fuerte en su territorio, y enfrentarse al rey. Esta es la primera de las muchas acciones que nos desconciertan. No se entiende cómo, aquél que recibió la ayuda del rey para ocupar la satrapía, y que tenía la experiencia de la cruel muerte de su antecesor, Ariobarzanes, se atrevió a desafiar a alguien contra el que no tenía la más mínima posibilidad. De hecho, como ya hemos dicho más arriba, la propia Atenas, que acudió a apoyar al sátrapa, cuando recibió la amenaza de Artajerjes, decidió abandonar a su aliado sin presentar batalla.

Tampoco parecen muy lógicas las razones esgrimidas por el rey, teniendo en cuenta que, unos años después, el mismo Artajerjes no dudó en recurrir a una fuerza de mercenarios griegos, liderados por Hidrieo, príncipe heredero de la satrapía occidental de Caria, para recuperar la isla de Chipre, que, junto con otras provincias, se habían proclamado independientes de Persia.

Las tropas rebeldes de Artabazo estaban dirigidas por dos hermanos de Rodas, Méntor y Memnón. Para sellar la alianza, ambas familias se unieron en sendos matrimonios. Artabazo se casó con una hermana se los dos generales, mientras que Méntor de Rodas hizo lo propio con Barsine, la hija del sátrapa.

En 353 a.C., tras la más que previsible derrota, la familia se exilió de Persia. Méntor, junto con su ejército, se dirigió a Egipto, a ofrecer sus servicios en la lucha que mantenía con el poderoso enemigo del norte.

Por su parte, su cuñado Artabazo, junto con el resto de la familia, incluidos su hija Barsine y el general Memnón, decidieron poner rumbo a Macedonia, la patria de Filipo, que los acogió en su corte con los brazos abiertos. Hasta tal punto llegó la confianza, que la princesa Barsine fue educada por Aristóteles, junto con el joven heredero al trono, Alejandro.

¿Por qué se quedó Memnón en Macedonia y no acompañó a su hermano a Egipto para ofrecer sus conocimientos militares? ¿Por qué fue Méntor el que se dirigió al sur, mientras su esposa se quedaba en Macedonia junto a su hermano?

Ahora comienza la segunda parte de los misterios. Cuando Méntor llega a Egipto, el faraón Nectanebo II lo envía a ayudar a la ciudad de Sidón, aliada de este, y que se había levantado contra el poder imperial. Una vez en la ciudad, consigue ganar en varias escaramuzas. Sin embargo, cuando Artajerjes se acerca a Sidón con un numeroso ejército, el general Méntor, el mismo que había apoyado a los rebeldes frigios y egipcios, en lugar de defender la ciudad, la entrega al rey sin presentar batalla. Y lo más sorprendente de todo es que, a pesar de su clara hostilidad hacia el poder central de Persia, Artajerjes, a quien no le tembló el pulso para ejecutar al rey de Sidón, Tabnit II, que aceptó la recomendación de rendición de Méntor, no sólo no lo eliminó por su clara enemistad, sino que le encomendó la misión de ocupar Egipto, el reino que lo había acogido tras su huída de Frigia, y del que conocía su estructura y potencial militar.

Como recompensa a tan grandes servicios, Artajerjes lo nombró comandante en jefe del ejército de Occidente, el mismo que tenía que hacer frente a una ya esperada invasión macedonia de Persia. Gran premio para tan gran traidor.

Volvamos a la familia del norte, aquellos que se refugiaron en Macedonia. Gracias al ¿cambio de suerte?, y la nueva influencia de Méntor ante el rey, en el 341 a.C., Artabazo, Memnón y Barsine son perdonados por Artajerjes y abandonan Macedonia hacia su nueva residencia, la corte imperial de Babilonia. Lo mismo que le ocurrió a Méntor con Egipto, junto a su equipaje, los dos hombres también portaban una importantísima información sobre la infraestructura militar de Macedonia y la estrategia de Filipo de cara a la invasión, que sería asumida por Alejandro tras la muerte de su padre, el viejo rey tuerto.

Así pues, Memnón retomó su vida militar como jefe de una pequeña guarnición, enviada para detener la inminente invasión. Como se ha dicho antes, no se entiende que, conociendo de primera mano las estrategias y la naturaleza del ejército macedonio, los terratenientes de las satrapías occidentales, las primeras en los planes de Alejandro, se negaran a seguir sus recomendaciones de tierra quemada que dejara sin las necesarias provisiones al ejército enemigo. Tampoco se entiende que, ante una invasión prevista, el rey no le hiciese frente con todo el ejército de Occidente que se había puesto a disposición de Méntor, aunque, en el momento de la invasión, este ya hubiese fallecido. Parecía como si toda la información de primera mano que, tanto Memnón como Artabazo –consolidado ya como consejero del nuevo rey Darío III–, poseían, no sirviese para nada. Alejandro seguía avanzando y los persas permanecían sin organizar un ejército similar al que Artajerjes III desplazó hasta la plaza de Sidón.

Conociendo el historial de traiciones de la familia de Artabazo, se podría pensar que, tras apresar a Barsine en Issos, Alejandro la ejecutaría, como hizo con la familia de Átalo, el general que lo insultó en los esponsales de Filipo, tras el fallecimiento del rey macedonio. Lo mismo podría haber hecho con su padre Artabazo, que se supone que faltó a los mínimos principios de agradecimiento por la hospitalidad recibida en Macedonia, y reveló los secretos militares de Alejandro. Pero, si eso fue así, si Artabazo, tras ser perdonado, abandonó Macedonia, ¿cómo es que no fue ejecutado por Filipo por los conocimientos secretos que poseía? Era evidente que, tras marchar a Persia, sería requerido por el rey para que lo informara de las tácticas desarrolladas por Filipo, y que habían sido tan eficaces en sus luchas contra las eficaces tropas griegas.

Pero, no. Alejandro no ejecutó a ningún miembro de la familia de Artabazo. Más bien al contrario. Aprovechando los conocimientos del mundo persa y las habilidades diplomáticas de Barsine, la nombró su consejera. Y a su padre, a pesar de haber sido el asesor militar de Darío en la guerra, lo recompensó con la mejor satrapía, Bactriana, el territorio más deseado por nobles persas. Nuevamente, un traidor es premiado por aquél a quien traicionó. Todo un poco extraño.

La hipótesis

A la vista de los hechos expuestos, propondremos una hipótesis.

Tras la batalla de Cunaxa, los persas se dieron cuenta de que el ejército griego era mucho más eficaz que el propio. Como consecuencia, Artajerjes II decidió eliminar cualquier vestigio de mercenarios griegos de su territorio, pero eso no sería una solución a largo plazo; las polis de Asia Menor eran una reivindicación permanente de las ciudades europeas, y estas se encontraban demasiado cerca de sus costas. Además, en la frontera norte del imperio acababa de surgir un peligroso enemigo, Macedonia, que amenazaba con ejecutar el mayor deseo heleno, invadir Persia.

Imaginemos que Artajerjes II diseñó un plan a largo plazo. El sátrapa de Frigia Helespóntica, Artabazo II, iniciaría un levantamiento imposible de ganar. Para evitar las represalias, se exiliaría a la corte macedonia de Filipo, junto con su hija Barsine y el general Memnón de Rodas. El esposo de la princesa, Méntor, con su ejército de mercenarios griegos, se dirigiría hacia el sur, para ofrecer sus servicios a Egipto. De este modo, con un general en cada extremo del imperio, simulando ser rebeldes exiliados, conseguirían la simpatía de los respectivos reyes. Esta ventaja les serviría para acceder a los secretos militares de ambas potencias.

Con esta teoría, se explicarían muchas cosas: la entrega de la ciudad de Sidón por parte de Méntor, que fue perdonado, mientras que el rey Tabnit II y un buen número de sidonitas fueron ejecutados; la incorporación de sus 40.000 mercenarios griegos al ejército persa, cuando fue, precisamente, su prohibición, el motivo por el que se rebeló Artabazo;  la posterior invasión de Egipto dirigida por Méntor; o la concesión a este general del mando del imponente ejército de Occidente, destinado a defender al imperio de la esperada invasión griega.

Recordemos que Méntor se había casado con la hija de Artabazo, Barsine, aunque, por su minoría de edad, el matrimonio no fue consumado. Una vez que logró posicionarse como alto cargo de Persia, estaba en disposición de solicitarle al rey el retorno de su esposa, su hermano y su suegro. Estos, que también conocían los secretos de Macedonia, fueron perdonados, y se incorporaron al imperio. Memnón fue destinado como comandante en jefe de la sección norte del ejército que había dirigido su hermano. Por su parte, Artabazo y Barsine se instalaron en la corte de Babilonia. El primero, en calidad de consejero militar del rey, debido a su conocimiento del ejército macedonio; y su hija, en teoría, como rehén del propio rey, algo desconcertante.

Al producirse la invasión griega, sería de esperar que el ejército persa se hubiese preparado para contrarrestar el modo de combate del enemigo. Sin embargo, en cada enfrentamiento actuaron como si fuesen novatos en el arte de la guerra. Y aquí viene la segunda parte.

El gobierno de una satrapía concedía más prestigio y fortuna que el alto funcionariado de la corte; sin embargo, las mejores satrapías estaban en manos de familiares cercanos al rey. De todas ellas, la más importante era la de Bactriana. Como escribe el doctor Manel García Sánchez, profesor de la Universidad de Barcelona, en un artículo titulado The Second after the King and Achaemenid Bactria on Classical Sources (El Segundo tras el Rey y la Bactria Aqueménida en las Fuentes Clásicas)

The government of the Achaemenid Satrapy of Bactria is frequently associated in Classical sources with the Second after the King. Although this relationship did not happen in all the cases of succession to the Achaemenid throne, there is no doubt that the Bactrian government considered it valuable and important both for the stability of the Empire and as a reward for the loser in the succession struggle to the Achaemenid throne.

El gobierno de la Satrapía Aqueménida de Bactria se asocia frecuentemente en fuentes clásicas con el Segundo después del Rey. Si bien esta relación no se dio en todos los casos de sucesión al trono aqueménida, no cabe duda de que el gobierno bactriano la consideró valiosa e importante, para la estabilidad del Imperio, y como recompensa para el perdedor en la lucha por la sucesión al Imperio.

Probablemente, Artabazo II pensó que podría hacer mejor carrera convirtiéndose en agente doble. De haber ayudado a Darío III, se habría perpetuado en la corte babilonia como asesor personal del rey en materia macedonia, con lo que hubiese acabado sus días como un alto funcionario más.

Tal vez, durante su estancia en Macedonia, llegó a una especie de acuerdo con Filipo y, tras su muerte, con Alejandro. Es posible que aconsejara erróneamente a Darío para facilitar la victoria de Alejandro. Tal vez por eso, fue recompensado con la satrapía de Bactriana. Tal vez por eso, cuando su hija Barsine fue capturada en Issos, no sufrió las represalias de Alejandro por la traición cometida por su padre y esposo. Tal vez por eso, Alejandro no durmió la noche anterior a la batalla de Gaugamela. Tal vez por eso, cuando las tropas macedonias entraron en Persépolis y saquearon el tesoro de Darío, Alejandro confió en Cofen, un hijo de este, la escolta de dicho tesoro hasta Babilonia. Tal vez por eso, Lucio Flavio Arriano escribió en su Anábasis de Alejandro estas palabras:

Y, poco después, llegaron a presentarse ante Alejandro el persa Artabazo con tres de sus hijos, Cofen, Ariobarzanes, y Arsames, acompañado por Autofrádates, sátrapa de Tapuria, y enviados de los mercenarios griegos al servicio de Darío. A Autofrádates se le restauró en su cargo de sátrapa, pero a Artabazo y sus hijos los mantuvo el rey en su entorno intimo, en una posición de honor, tanto por su fidelidad a Darío como por ser uno de los principales nobles de Persia.

Tal vez por eso, Oliver Stone presentó a Alejandro mirando al cielo durante su ataque en Gaugamela. Quizás, en efecto, había un águila amarilla que, tras abandonar Persia para adentrarse en las inhóspitas tierras indias, lo abandonó; y, quizás, ese fue el motivo por el que el invencible rey macedonio fue derrotado por los indios.

Tal vez, Alejandro pasó a la historia gracias a sus infalibles sus servicios secretos.

23 noviembre 2020

Los servicios secretos de Alejandro Magno (I)

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Cuando en 323 a.C. Alejandro Magno muere en Babilonia, dejó un legado nunca antes visto. Su imperio iba desde la actual Albania hasta Egipto; y desde el Mediterráneo hasta India. Logró tener bajo su protección al panteón griego, los dioses egipcios, mazdeístas persas, animistas bactrianos e hinduistas del norte de la India. Su empeño en preservar e integrar las distintas tradiciones con las que se iba encontrando le supuso la animadversión de sus compañeros de armas, lo que, a la postre, le supuso el fin de su sueño de encontrar el fin del mundo oriental.

Sin duda, tal proeza se debió en buena parte a su capacidad militar, demostrada en mil batallas. Sin embargo, cuando nos adentramos en la historia y la observamos desde la objetividad, sin dejarnos deslumbrar por el brillo que desprenden las grandes gestas, nos percatamos de que hay cosas que no encajan con la vida real.

En este punto nos gustaría centrarnos en la parte fundamental de la invasión macedonia de Persia, las batallas que Alejandro libró antes de la derrota y muerte de Darío III. ¿De verdad el famoso general logró derrotar al poderoso ejército persa, formado por 250.000 soldados, y en un terreno preparado a conciencia, con una fuerza de apenas 30.000 infantes y 5.000 caballeros?

En la película Alejandro Magno[1], de Oliver Stone, aparecen un par de escenas sobre las que, al comienzo de la cinta, el faraón Ptolomeo reclama atención. Cuando está a punto de comenzar la batalla de Gaugamela, decisiva para los objetivos helenos, mientras Alejandro arenga a sus tropas, señala con el dedo al ejército enemigo. Justo en ese momento, la imagen de Alejandro  se fusiona con la de un águila, que parte desde sus propias líneas, y se dirige hacia el frente persa para otear el impresionante despliegue dispuesto por Darío. Poco después, mientras tiene lugar la batalla, el ave vuelve a aparecer en  el escenario, vuelo  al que presta especial atención Alejandro  mientras  cabalga con su unidad de caballería ligera, y que parece servirle de referencia, pues, tras mirar al cielo, ordena un cambio en la estrategia de ataque. Y todo ello, envuelto en un sospechoso color amarillo, el color que simboliza la traición, y que fue el elegido para representar a Judas durante la Edad Media.

 

Imagen 1

Imagen 2

La segunda escena se desarrolla en el Hindu Kush, mientras  Alejandro se sincera con su medio hermano Ptolomeo. En ese momento, vuelve a mirar al cielo buscando algo, y formula una extraña pregunta que deja perplejo al futuro faraón: ¿Adónde habrá ido nuestra águila?

¿Por qué Oliver Stone utilizó en el territorio persa la imagen de un águila, la misma que forma parte del emblema de la agencia federal estadounidense encargada de recopilar información para garantizar la seguridad de la nación norteamericana, la CIA? Algunos interpretan este símbolo con el de Zeus, el dios del que Alejandro decía ser hijo; pero, ¿por qué cuando estaba a punto de entrar en India, el ave abandonó a los griegos para no volver? ¿Acaso el director tenía alguna sospecha que deseaba transmitirnos en su película? ¿Es posible que intuyera, como nosotros, que Alejandro, además de las tropas de exploradores, utilizó servicios más discretos?

Evidentemente, es imposible saber a ciencia cierta si esto ocurrió. De lo que no cabe ninguna duda es de que toda la invasión estuvo plagada de situaciones, cuando menos, desconcertantes. A continuación, pasaremos a describirlas para, al final, proponer una hipótesis bastante plausible, a nuestro parecer.

El paso del Helesponto

El primer gran misterio de la invasión griega de Persia es el paso de las tropas de Alejandro desde el continente europeo al asiático, a través del estrecho del Helesponto.

En mayo de 334 a.C., el ejército griego atraviesa el escaso kilómetro y medio que separa Europa de Asia, partiendo de la ciudad de Sestos. Para esta operación, se utilizaron ciento setenta trirremes, que tuvieron que realizar numerosas travesías para transportar a todo el contingente, formado por algo menos de 40.000 soldados.

Lo sorprendente de este operativo es que, durante su desarrollo, ninguna nave de la poderosa flota persa hizo acto de presencia para tratar de abortar lo que, desde hacía más de doce años, era un secreto a voces.


 

Paso del Helesponto

El deseo de conquistar Persia flotaba en el ambiente desde antes de 346 a.C., año en que Atenas firma con Filipo II de Macedonia la Paz de Filócrates, en la que es declarado hegemón, caudillo militar encargado de aglutinar a las distintas polis que conformaban la Hélade, y guiarlas en la conquista de su eterno enemigo. Desde ese momento hasta que se culmina la invasión con Alejandro, los movimientos griegos eran evidentes. Así, el 336 a.C., Filipo envía un ejército de 10.000 soldados, liderado por los generales Parmenión, Átalo y Amintas, a Asia Menor como cabeza de puente, para preparar el desembarco.

 Persia, la mayor potencia militar de ese momento, tenía conocimiento de estos movimientos. No en vano, el imperio contaba con un eficiente servicio de mensajería a caballo, que era capaz de recorrer los 2.700 kilómetros del Camino Real Persa en siete días. El mismo Heródoto llegó a decir de este servicio: No existe nada en el mundo que viaje más rápido que estos mensajeros persas. Sin duda, los diferentes reyes de Babilonia debían de conocer dichas intenciones, y el punto en el que se produciría el desembarco. ¿Por qué no enviaron su magnífica flota para cortar de raíz la invasión? No debemos olvidar que unos años antes, cuando el sátrapa Artabazo II de Frigia –del que más adelante hablaremos- se levantó en armas contra el poder central de Babilonia, apoyado por fuerzas de Atenas, a Artajerjes III le bastó con amenazar a los aliados griegos con enviar a su armada a invadir su ciudad para que estos abandonasen a su aliado. Tan eficaz y contundente era.  ¿Dónde estaba cuando más se la necesitaba?

Estrategia de tierra quemada

Como acabamos de decir, los persas eran conscientes del deseo de los griegos de conquistar sus tierras. Y, sin embargo, el rey Artajerjes II tomó una decisión de lo más extraño. En lugar de reforzar su frontera en el punto más débil, Frigia Helespóntica, la debilitó, prohibiendo que los sátrapas poseyeran mercenarios, los auténticos profesionales de la guerra, dejándoles escuálidas milicias de aficionados. El motivo parece ser que estaba fundamentado en los continuos levantamientos a los que el rey había tenido que hacer frente. Al mermar estos ejércitos, garantizaba su superioridad.

Pero, si había resuelto un problema, había creado otro mayor, debilitando a una satrapía que debía ser la primera barrera de contención frente a una más que probable invasión griega. ¿Es lógica tal falta de previsión? También trataremos de darle una explicación a este hecho.

 

Artajerjes II

El caso es que, cuando Alejandro desembarca en Asia Menor, tiene poca oposición. Según afirman los historiadores que narraron las hazañas del joven rey macedonio, cuando los dirigentes frigios se reunieron para estudiar la estrategia a seguir –lo cual también sorprende; no tenían ningún plan que implementar ante una contingencia previsible-, otro actor importante en nuestra teoría estaba con ellos. Se trata de Memnón de Rodas, un mercenario al mando del ejército que, en teoría, debía hacer frente a la invasión.

Según narran las crónicas, en dicha reunión, Memnón sugirió arrasar los campos de cultivo para, así, golpear el único punto débil del ejército de Alejandro, la cadena de suministros. Según el profesor de Historia Antigua de la Universidad de Oxford, Robin Lane Fox, las provisiones con las que contaban apenas cubrían treinta días. Sin los cultivos que se encontrarían por el camino, los invasores dependerían exclusivamente de lo que las naves griegas les pudieran hacer llegar desde la Hélade. La flota persa no apareció en el Helesponto, pero suponemos que, una vez verificada la invasión, acudirían a cortar esas líneas de aprovisionamiento.

Sin embargo, aunque pudiera parecer absurdo, los terratenientes que formaban el Estado Mayor de las fuerzas de defensa se negaron a perder sus cosechas, y prefirieron un enfrentamiento militar. Lo sorprendente de este hecho es que Memnón, hasta poco antes de la invasión, estuvo viviendo como exiliado en la corte de Macedonia, y conocía de primera mano los planes de invasión de Filipo, luego asumidos por su hijo Alejandro. ¿Cómo no fueron aceptadas las recomendaciones de alguien que contaba con tan importante información?

La campaña de Egipto

Alejandro disputó tres grandes batallas en suelo persa, la del río Gránico, la de Issos y la de Gaugamela. Aunque profundizaremos en ellas a continuación, nos gustaría reseñar en este momento un hecho significativo que ocurrió en la segunda.

Cuando las tropas griegas rompen el frente persa, Darío III da media vuelta y huye del campo de batalla, abandonando a sus fuerzas. En ese momento, Alejandro pudo haberlo perseguido con su caballería ligera, y se habría dado por concluida la guerra. Sin embargo, permitió su huída y,  lo que es aún más extraño, en lugar de dirigirse a Babilonia para evitar que el rey reclutara un nuevo ejército, dirigió sus pasos hasta Egipto. En teoría, la idea era neutralizar las fuerzas egipcias, en ese momento bajo control persa, que podrían atacarlo desde la retaguardia. En noviembre de 332 a.C., la imparable columna griega entra en el reino del Nilo sin ninguna oposición, y Alejandro es proclamado faraón. Teniendo a los egipcios a sus pies, lo lógico hubiera sido dar marcha atrás, y dirigirse a la capital persa para culminar la invasión. Sin embargo, sin temer la más que probable recomposición del ejército persa, decide permanecer en Egipto casi medio año, tiempo que dedica a recorrer el país y fundar la ciudad de Alejandría.

 

Recorrido de Alejandro en Egipto

También aquí ocurre algo desconcertante. Alejandro decide visitar un oráculo de Amón del oasis de Siwa, en el desierto libio. La ruta más segura hasta el oasis es por el Este, desde Menfis. La ruta del Norte era sumamente peligrosa, y ya en el 525 a.C., un ejército de 50.000 soldados persas, enviado por el rey persa Cambises II, desapareció al completo en las arenas del desierto cuando se dirigía a dicho oasis para someter a los sacerdotes del templo de Amón, que se negaban a reconocer la autoridad extranjera. Sin embargo, Alejandro decide acudir a consultar el oráculo, siguiendo la misma ruta, en contra de las recomendaciones de sus consejeros, y poniendo en riesgo sus principales unidades de caballería.

Nuevamente nos encontramos ante un enigma sin respuestas. ¿Por qué Alejandro decidió afianzar el sur del imperio, cuando podía haber acabado con Darío en Issos, y haber dado por finalizada la conquista en ese momento? ¿Por qué se entretuvo en recorrer Egipto como un turista más, visitando oráculos y fundando ciudades, regalándole así un tiempo precioso al rey persa, tiempo que empleó en recomponer el ejército y acondicionar el campo de batalla de Gaugamela?

Las tres batallas

Pero el mayor misterio de todos tiene que ver con aquello que hizo famoso a Alejandro, y que le valió el sobrenombre de Magno, su enorme capacidad militar, desplegada en todas las empresas que acometió.

Y es que, una cosa es doblegar pequeños focos de resistencia, y otra muy distinta, enfrentarse al descomunal ejército persa, la mayor potencia de la época desde hacía siglos. Y lo que nos desconcierta de este asunto es algo cuanto menos extraño. Resulta que en las tres principales batallas que libró Alejandro utilizó la misma táctica, ante el pasmoso desconcierto de los generales persas, que, más que curtidos veteranos, parecían inexpertos alféreces de primer curso de la Academia Militar. Para poder desmembrar a las superiores fuerzas rivales, el macedonio procedió a abrir una brecha en el centro del frente y aprovecharla para ir directamente a por el líder enemigo. En principio, parece una estrategia bastante buena que permite vencer a una fuerza bastante superior en número. Pero hay varias cosas que no cuadran.

Primero, que, al parecer, era la única táctica con la que Alejandro contaba para superar a los persas. A poco que los generales de Darío hubiesen analizado sus derrotas, habrían deducido un plan para contrarrestar al invasor en un nuevo enfrentamiento.

Segundo, que, para llevar a cabo tal estrategia, el propio Alejandro, con su unidad de caballería, los Compañeros, situados en el ala derecha de la línea griega, debían realizar un movimiento lateral que era el que arrastraba el ala izquierda del enemigo en su afán de no ser sorprendidos en un ataque de costado. Este movimiento de los persas originaba una brecha. En un momento dado, los Compañeros realizaban un giro inesperado, y aprovechaban ese hueco para ir directamente a por el rey Darío. Lo que ocurre es que, antes de que los persas abrieran esa brecha, el propio movimiento de Alejandro habría generado otra brecha en las filas griegas, que los persas no supieron –o no quisieron- ver y utilizar. Este movimiento hacía que Alejandro y su millar de Compañeros quedasen desgajados del resto del ejército, circunstancia que, bien aprovechada, habría provocado la aniquilación del líder invasor. ¿Ningún general persa supo ver aquella ventaja que, nada más comenzar la batalla, les proporcionaba el enemigo?

Tercero, que, a pesar de la superioridad numérica de los persas, en ninguna batalla, las fuerzas de reserva llegaron a entrar en combate. Por táctica, podría ser que Alejandro fuese superior, pero una diferencia de 250.000 frente a 40.000 es demasiado apabullante como para no ser utilizada. Hemos dicho que los movimientos griegos abrían una brecha en el centro del frente persa. ¿A ningún general se le ocurrió taparla con las fuerzas de reserva que permanecían expectantes en la retaguardia?

A continuación se muestran los gráficos de las tres batallas[2].

 

Batalla del río Gránico
 

Batalla de Issos

Batalla de Gaugamela
 

Otros enigmas

Por si eso fuera poco, hay significativos detalles que no se acaban de entender. Por ejemplo, en la batalla del Gránico, el ejército griego tiene que vadear las rápidas aguas del caudaloso río. En ese momento, de poco sirve su formación militar. La infantería no podía hacer uso de su ventaja, la compacta formación de la falange, en un avance lento con las sarisas en ristre. Además, una vez superado el cauce, debían subir por una escurridiza  y escarpada orilla para alcanzar la elevación en la que estaba dispuesto el ejército persa.

Incluso los antiguos que se acercaban a este pasaje de la historia, también se extrañaban de dicha circunstancia. En el libro de 1605 Theatro de los mayores principes del mundo, y causas de la grandeza de sus Estados: sacado de las Relaciones toscanas de Iuan Botero Benès: con cinco tratados de Razon de Estado[3], de Fray Jaime Rebullosa, podemos leer:

“En el rio Gránico trabó la batalla con tal desventaja de sitio, (porque se metió por el río caudaloso, y rápido, para acometer a los enemigos que le tenían la ribera opuesta, la cual era de áspera, y de agria subida, y toda de fragosos despeñaderos) y con tan poco juicio, que dice Plutarco, parecía que gobernase la guerra más con loco furor, que con alguna razón ni arte de milicia.”

Aquí tenemos un nuevo misterio. ¿Por qué el experimentado general Memnón, que dirigía a las fuerzas persas, ordenó poner en primera línea a la caballería, que poco podía hacer hasta que el enemigo hubiese superado los obstáculos naturales? El famoso mercenario rodio no utilizó el mejor recurso en ese caso, los arcos y las jabalinas, que hubieran diezmado a las fuerzas griegas, más preocupadas por salvar la fuerza de las aguas y por no resbalar en la orilla, que de protegerse de una lluvia de fechas. Sin embargo, estos arqueros y lanceros permanecían en la reserva, y no llegaron a intervenir. Un grave error de tan prestigioso militar.

La batalla de Issos también se disputó en un río, y, también tiene cosas inexplicablemente semejantes al Gránico, como que el único vado fácilmente practicable estuviese en el ala que ocupaba Alejandro, y que el mismo hubiese sido escasamente protegido.

Pero el hecho más insólito ocurrió en Gaugamela.

Alejandro se encontró con que Darío, después del año que le regaló su enemigo desde la derrota en Issos, había recompuesto su ejército. Además, había preparado el campo de batalla para adecuarlo a la estructura de su plan de combate.

La noche antes de la batalla, los generales le sugirieron a Alejandro realizar un ataque nocturno para poder tener alguna superioridad frente a los persas. No sólo se negó, sino que estuvo casi toda la noche despierto, hasta tal punto que, cuando al día siguiente llegó la hora del combate, el general Parmenión tuvo que ir a despertarlo a su tienda. En el libro Alejandro Magno[4], de Mary Renault, se dice:

“Cuando le preguntó cómo podía estar tan tranquilo, Alejandro replicó que había tenido muchas más preocupaciones cuando los persas quemaron las cosechas.”

Si Alejandro ya tenía un plan que desconocían sus propios generales la noche antes de la batalla, ¿qué le hizo trasnochar el día más decisivo de su vida? ¿Por qué se encontraba tan tranquilo cuando se jugaba tanto? ¿Acaso, como reflejó Oliver Stone en su película, disponía de un águila amarilla que lo mantenía informado de lo que ocurría en el frente enemigo? ¿Es posible que esa noche no durmiese porque estaba dando las últimas instrucciones a alguien del entorno de Darío que podía echarle una mano en el momento más delicado de la conquista, y, de ahí, su desconcertante tranquilidad?



[1] Borman, M., Schühly, T., Kilik, J., Smith, I. (productores) y Stone, O. (director). 2004. Alexander [cinta cinematográfica] Estados Unidos. Warner Bros. Pictures.

[2] Frank Martini. Cartographer, Department of History, United States Military Academy - The Department of History, United States Military Academy.

[3] Rebullosa, Fray Jaime (1605). Theatro de los mayores principes del mundo, y causas de la grandeza de sus Estados: sacado de las Relaciones toscanas de Iuan Botero Benès: con cinco tratados de Razon de Estado. Fol. 217 reverso. Barcelona. Sebastián Mateuad, y Onofre Anglada Edición digital de Google Books. [En línea]. Disponible en:

https://books.google.es/books?id=ABQjPmW41owC [2020, 17 de noviembre].

[4] Renault, Mary (1975). The nature of Alexander. P. 130. (Traducción de Horacio González Tejo para Editorial Edhasa. 1991). Edición de Ediciones Folio, S.A. (2004) para ABC, S.L.